El último momento de la vida de alguien
es trascendental, pues allí decidiremos si aceptamos el amor y la misericordia
de Dios o simplemente lo rechazamos.
Hace unos días veía en
las noticias el caso de una chica de 18 años que se había quitado la vida en su
casa. Según afirman sus padres, sufría una terrible depresión, consecuencia de
una ruptura amorosa. Inmediatamente después, llegó a mi mente la pregunta ¿Qué pasará con su alma? ¿se salvará o se
condenará por suicidarse? Esto fue lo que encontré.
Hay que recordar las palabras de San Pablo, quien nos dice que, Dios: “quiere que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad” (1Tm 2, 4). El Señor quiere
que, todos y cada uno de nosotros, gocemos de su presencia y su compañía en la
vida eterna. Pero también hay que dejar claro que Dios siempre respetará nuestra libertad para
rechazar ese deseo.
El
último momento de la vida de alguien es trascendental, pues es allí donde
podremos arrepentirnos de nuestras faltas y decidiremos si aceptamos el amor y
la misericordia de Dios o simplemente lo rechazamos. El Catecismo de la
Iglesia Católica claramente nos dice cómo es que un alma puede perderse: “Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni
acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él
para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión
definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se
designa con la palabra “infierno”. (CEC 1033) Dios nos extiende
su mano también hasta en el último momento de nuestra vida, pero somos libres
de aceptarlo o
no.
La vida es un don de
Dios y cada uno es el responsable de aprovecharla adecuadamente a los ojos
del Creador. Nadie es dueño de su propia
vida, sólo es administrador, de modo que habremos de cuidarla y dar cuenta de
ello. Por lo tanto, el suicidio contradice el fin de este regalo
divino. Es un acto egoísta que va en contra del amor infinito de Dios. En
consecuencia, queda claro que quitarse
la vida es un acto grave. Ahora bien,
cuando alguien se suicida, nadie en esta tierra puede afirmar si esa persona se
fue cielo o al infierno. La Iglesia nos explica: “No se debe desesperar de la salvación eterna de
aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por
caminos que Él solo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador” (CEC
2283).
Si bien, como ya
dijimos, el suicido es un acto de gravedad, nadie debe concluir por sí mismo
los motivos que llevaron a esa persona a cometer tal hecho. Pues hay que saber que quien decide acabar con su
vida, ordinariamente no tiene un dominio completo de su voluntad. Nadie
que se encuentre en un sano equilibrio emocional, psicológico y espiritual,
atentaría en total libertad (con todo el sentido de lo que implica) con su
vida; por ende, quien se quita la vida, lo está buscando, desesperadamente,
como una salida fácil. De tal modo que, su grado
de culpabilidad, es menor y posiblemente Dios no la juzgará como si lo hubiera
realizado plenamente consciente y de manera libre. Ya sea por: “trastornos psíquicos graves, la angustia, o el
temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la
responsabilidad del suicida” (CEC 2282). La
Misericordia de Dios es grande y nunca se acaba, bien lo sabemos. Por eso,
guardamos la esperanza de que todos aquellos que tristemente han decidido
terminar con su vida, puedan gozar también de la vida eterna. Nadie puede afirmar su condenación ni su
salvación, esto sólo le toca a Dios juzgarlo.
Recordemos que Dios mira siempre el
interior de nuestro corazón y nos dará siempre, hasta el último momento de
nuestra vida, oportunidades para estar con Él. De tal modo que no dejemos de pedir por su
eterno descanso.
catholic.net
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