La fe es un don que si no la alimentamos permanece en impotencia
y no rinde sus frutos.
Para los católicos
apostólicos y romanos, la Celebración Eucarística es el centro de toda vida
cristiana, es decir, en la Sagrada Eucaristía se contiene todo tesoro espiritual
de la Iglesia. La
misa en pocas palabras es el momento para todo cristiano de poder estar en
presencia de Jesucristo y participar en un sacrificio incruento,
pero finalmente un sacrificio que revive el ofrecimiento de Jesús por nuestra
salvación y redención. Es una oportunidad única para estar en la presencia de
Cristo vivo y para recibir su cuerpo y su sangre.
Lo anterior al menos es lo que la Religión Católica dice que es lo que
Jesucristo nos dejó al instituir la Eucaristía hace más de dos mil años. En los
Evangelios podemos constatar los pasos que Jesús dio y las enseñanzas que nos
dejó. No obstante, a lo largo de los siglos se han intentado desacreditar, se
ha cuestionado la autenticidad de las Sagradas Escrituras. Tanto
los Evangelios como los Hechos de los Apóstoles, que fueron escritos varias
décadas después de la muerte de Cristo, los leyeron miles y miles de cristianos
que habían conocido la vida y las enseñanzas del Señor de boca de los mismos
Apóstoles y de otros discípulos. Luego, han sido examinados y analizados
minuciosamente por sabios, historiadores y exégetas (muchos de ellos hostiles
al cristianismo) a lo largo de diecinueve siglos, pero todos los intentos de
desacreditarlos o desvirtuarlos han fracasado miserablemente.
En este sentido, algunos han puesto de relieve que los cuatro evangelios
contienen una serie de contradicciones, que no concuerdan en todos los puntos,
pero como un eminente comentarista ha dicho, eso prueba más bien su
autenticidad, pues no otra cosa puede esperarse de cuatro observadores
distintos que informan sobre un mismo tema. Coincidiendo con Louis de Whol en
su obra “Fundada sobre Roca”, es imposible que distintas personas vean y
cuenten una misma cosa de la misma manera y concuerden en todos los detalles.
Si los cuatro evangelistas hubieran dicho exactamente lo mismo, no habría
faltado quien los acusara de complicidad, de haberse puesto de acuerdo. Es
decir, que una coincidencia plena habría supuesto una seria sospecha de fraude.
Entonces si todo lo anterior habla de un Dios encarnado entre la humanidad,
de su legado, de sus promesas, de su magnificencia tan fácil de alcanzar, de su
cercanía en cualquier Iglesia, ¿por qué hay tanta deserción de fieles católicos de la
Iglesia de Cristo? En nuestro país, México, somos
predominantemente una sociedad católica (censo año 2010), el 83,9% de la
población de 5 años y más se identificó como católica (con respecto al año 2000
que se habían declarado el 87,9%), sin embargo, una cifra alarmante me lleva a
escribir este artículo puesto que solamente el 46% asiste a la iglesia
regularmente. Solamente
la mitad de aquellos que se hacen llamar católicos, deciden asistir a ese
sacrificio incruento que Jesucristo dejó.
La población mexicana,
según cifras del INEGI para el 2008, en promedio éramos 106.682.518, y de este
total, 74 millones de católicos en promedio. La realidad de las cosas es que el
porcentaje de católicos ha estado decayendo durante las últimas cuatro décadas,
del 98% en 1950 a 87,9% en el 2000. El crecimiento promedio anual de católicos
de 1990 al 2000 fue de 1,7%, mientras que el de los no-católicos fue de 3,7%.
Dado que la tasa de crecimiento promedio anual de la población durante el mismo
periodo fue de 1,8%, es un hecho que el porcentaje de católicos continúa
decreciendo. Al respecto, cabe mencionar que, tras la creciente
ola de escándalos en la Iglesia Católica, aunado a la supuesta carente
actualización y modernización del Magisterio de la Iglesia, por vivir en una
época pragmática que no encaja con los ideales de la misma, la celebración de
la Misa también se ha visto afectada por todos estos problemas que han hecho
apartarse a todos aquellos que no tienen su fe bien cimentada. En
este escrito me gustaría mencionar que considero que la falta de fe, sobrepasada por la razón, ha sido la
principal causa de la deserción de creyentes y no como argumentan en su
mayoría, las faltas cometidas por los hombres integrantes del Magisterio, que
innegablemente han ofendido a Dios y claro está, a sus feligreses.
Finalmente, como
católica, apostólica y romana que soy me siento con la obligación de hacer un
llamado tanto a las familias como al Magisterio para que se actúe con la
intención de fortalecer la fe de los católicos. La fe es un don que si no la alimentamos permanece en impotencia y no rinde sus frutos. Si verdaderamente creyéramos que Cristo Vivo se
encuentra en la Eucaristía, no permitiremos que los actos humanos que
evidentemente son inaceptables nos privaran de asistir a la Celebración
Eucarística. Una fe sobrepasada por la razón, así como la razón
sobrepasada por la fe ciertamente ocasiona un desequilibrio en la persona
humana. Actualmente la relación entre la fe y la razón exige un
atento esfuerzo de discernimiento, ya que tanto la fe como la razón se han
empobrecido y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación
de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de
hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado
el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una
propuesta universal.
Por: Alejandra Diener
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