Consolar al Sagrado Corazón de Jesús con
nuestro servicio.
Viuda, rica y sola,
aquella señora sin hijos, pero rodeada de suficiente servidumbre en su mansión,
sintió un día que su enfermedad y depresión requería alguien que le diera más
que formal y simple atención diaria, verdadera dedicación, trato cordial y
cuidados afectuosos. Se le ocurrió nada más y nada menos que pedirle a su
abogado -un prestigioso y reconocido padre de familia que vivía con sus tres
hijas solteras y su esposa en una gran casona cercana, que la recibiera por
unas semanas allá entre la familia.
El licenciado aceptó, pues en su cristiano hogar,
siempre hubo una amplia e independiente habitación con servicios para sus
huéspedes de mucha confianza. Requirió de su hija mayor que se pusiera al
frente de la asistencia y asumiera todas las responsabilidades y debidas
atenciones para la señora. Conocía el carácter caritativo, dulce y comprensivo
de su hija que ya pasaba de los 26 años de edad y dudaba entre hacerse
religiosa o contraer matrimonio. Muy
devota del sagrado Corazón de Jesús, Lucilia era de semblante serio, pensativo
y no esplendorosamente bonita, pero siempre fina, amable y atenta con los demás.
Asumió sus funciones
muy contentas, sobre todo por sentir que estaba haciendo un gran favor a su
queridísimo padre que tanto admiraba. La señora se instaló y los cuidados y
atenciones comenzaron ese mismo día. Un tanto quisquillosa e irritable,
en parte por la edad y en parte por las molestias de la dolencia, bien pronto
las hermanas de Lucilia, su propia madre y las empleadas de la casa comenzaron
a sacar discretamente el cuerpo para que todo recayera sobre la hija mayor,
aunque dándole de vez en cuando algunos rápidos y superficiales apoyos
domésticos. A una de sus hermanas, muy bonita y de trato social un tanto
mundano y vivaracho, se le ocurrió que su aporte caritativo para atender a la
viuda era pasar dos o tres veces por semana a la habitación, hacerle una rápida
visita y alegrarla con alguna habladuría de la sociedad.
Entre
tanto Lucilia verificaba y atendía todo: Medicaciones, cambios de ropa de cama,
dieta alimenticia correcta y a horas, le traía algunas revistas, le hacía
alguna lectura piadosa, le hablaba sobre temas que animaran a la pobre viuda
rica y sin familia, le calzaba las babuchas, la ayuda a vestirse y estaba
pendiente cuando la señora entraba a bañarse. Así transcurrieron casi tres meses hasta la total
recuperación anímica y corporal de la señora. Tanto la madre
como las hermanas de Lucilia, habían advertido la ejemplar dedicación de esta y
una de ellas le hizo ver que el huésped no se distinguía mucho por la gratitud,
y no valía la pena tanto esmero por ella, que podía ser servida por las
empleadas del hogar.
Lucilia ya lo había
notado perfectamente, pero no le importaba eso tanto cuanto atender a la pobre
enferma y colaborarle a su amado padre. Dicho y hecho. El día
de la partida de la señora para su casa, lista para ser recogida en su vehículo
por el chofer y las empleadas que habían venido a llevarla, reunidos en el hall
de entrada, la señora se dirigió a todas con palabras ceremoniosas de
agradecimiento y aprecio, pero muy especialmente a la graciosa hermana menor de
Lucilia, por las cortas visitas, manifestándole que realmente ella había sido
su ángel custodio durante la estadía de recuperación. Para expresarle su
gratitud había mandado comprarle un regalo especial que entregó tras abrazarla,
besarla y elogiarle su caridad. A
Lucilia le dirigió una rápida mirada de convencional agradecimiento y dos
palabritas corteses.
Tras
la partida del vehículo, cerrado ya el gran portón, todas en el hall se
volvieron a Lucilia recordándole que había sido advertida. Mientras la hermana
menor desempacaba curiosa el regalo, Lucilia se limitó a sonreírles y también
recordarles con respeto, que realmente ella había pensado más en la obra de
caridad que propiamente en la señora, de la que había notado su modo de ser
desde el principio; en halagar a su padre que le había pedido esa colaboración,
y en que el sufrido corazón de Jesus.
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