Desde ideales se toman
decisiones y se orienta la propia vida. Esos ideales pueden ser malos o
buenos, egoístas o solidarios. Hay ideales para uno mismo:
perfeccionar la forma física, bajar de peso, estar mejor informado, rendir más
en el trabajo. Hay ideales para la vida en familia: renovar los
muebles, organizar mejor la limpieza, arreglar las ventanas, aumentar el tiempo
para el diálogo. Hay ideales en el mundo del trabajo, en la
política, en la economía, en el arte, en la vida religiosa, en tantos y tantos
ámbitos humanos. Ante tantos ideales, ¿cómo
discernir entre los peores y los mejores? ¿A cuáles prestar atención prioritaria?
No resulta fácil
encontrar la respuesta, y eso explica tantas dudas a nivel personal, tantas
confrontaciones en familia o en sociedad. Por eso, antes de elegir un ideal como luz que guíe las
propias decisiones, o las decisiones de un pueblo, hay que sopesarlo bien.
¿Cómo? Algunas pistas pueden servir de ayuda. Un ideal
será bueno si nos ayuda a mejorar como personas de modo integral: en nuestro
cuerpo y nuestro espíritu, en nuestras relaciones y en nuestros deberes. Un
ideal será bueno si permite superar egoísmos, vencer injusticias, desarraigar
ambiciones, y promueve un mundo más solidario, más acogedor, más justo.
Un ideal será bueno si, además, no solo nos ayuda a afrontar
adecuadamente los compromisos temporales, sino que nos abre al horizonte de lo
eterno, del encuentro con Dios ahora y tras la muerte.
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