Santa
Teresa es la enemiga mortal de la mediocridad espiritual y la tibieza. ¿Qué
palabras usaríamos para describir a santa Teresa? Amable. Inocente. Infantil.
Confiada. Cariñosa. Apasionada. Oculta. Pequeña. Estas y muchas palabras
similares más acuden a la mente. Pero
¿me permiten sugerir otra palabra para describirla? Es una palabra que quizás
no se esperen, una palabra que quizás les parezca sorprendente, incluso
chocante, quizás perturbadora. Yo describiría a santa Teresa como “peligrosa”.
¿¡Peligrosa!? ¿La Pequeña Flor? ¿Cómo puede ser? ¿Cómo podría ser
peligrosa la apóstol de la infancia espiritual? ¿Quién podría encontrarla amenazante? Existe
un peligro para aquellos que se han resignado a la mediocridad espiritual. Ella
es una amenaza para todas las almas que no se atreven a aspirar a la santidad.
Es la enemiga mortal de la tibieza. Teresa
derriba todas las excusas, despacha todas las buenas razones que podamos
ofrecer para no ser santos, para no intentar al menos esforzarnos por la
santidad. Ella es prueba de que una gran santidad es posible para todas las
almas y de que nuestra falta de santidad es una cuestión de nuestra propia
voluntad, más que de nuestra suerte o circunstancias. En otras palabras, el
mensaje de Teresa es el siguiente: Si no
somos santos es porque no queremos.
Pero
la santidad es difícil hoy día. Los
que nos contentamos, incluso con determinación, con nuestra mediocridad,
tenemos todas nuestras excusas bien preparadas e impecables: no podemos ser
santos porque en realidad es muy duro. Dios no nos ha bendecido con el carácter
o la fortaleza necesarios. Nuestras vidas han sido cargadas con demasiadas
tareas como para el disfrute pausado de las cosas de Dios. Tenemos familias y
negocios a los que atender.
Y
nuestras comunidades nunca podrían apoyarnos en una misión para lograr ser
santos. Nuestras compañías religiosas son demasiado mundanas y demasiado poco
caritativas. Nuestras parroquias están divididas, nuestras liturgias no nos
inspiran, nuestros pastores son predicadores pobres. Nunca hemos podido
encontrar un buen director espiritual de verdad; no tenemos tiempo para leer la
Escritura. Explicaremos
que Teresa vivió en tiempos más sencillos en los que la santidad todavía era
posible. Nosotros vivimos en la edad del sida y el terrorismo. Las circunstancias
no son correctas para la
santidad.
Nosotros,
los mediocres, explicaremos, con calma, pero con firmeza, que todo en nuestro
interior y alrededor no es, básicamente, propicio para la santidad. Teresa era
un caso especial. Dios debe aceptar que las personas de hoy en día no son
capaces de una gran santidad. Debe aceptarnos como nosotros nos hemos
aceptados, tibios, mediocres.
Así
ponemos nuestras excusas. Pero
aquí viene Teresa, con una sonrisa que tumbará el laberinto de excusas que
hemos construido. Teresa no deja espacio para escondernos de Dios ni de
nosotros mismos. Y
por eso es peligrosa. Ella nos dirá que, si no somos santos, nadie tiene la
culpa salvo nosotros mismos. Así
que, ¿qué hacemos ahora? Si no vamos a correr a escondernos, si por fin
admitimos que Teresa es prueba de que la vocación a la santidad es universal,
¿qué deberíamos hacer? Es tentador poner todo el peso sobre nuestros hombros:
“De acuerdo, voy a apretar los dientes y, con un acto de pura voluntad, imitaré
a Teresa de todas las formas posibles. Voy a contar hasta tres y, cuando
termine, seré un niño espiritual y seré santo, ¡y entonces tendré que gustarle
a Dios!”. Pero
no nos hacemos santos por nuestro propio esfuerzo.
Así que, ¿qué
se supone que tenemos que hacer? La paradoja es que no se supone que debamos
hacer nada: Dios hace todo el trabajo. Vean este
ejemplo: Estaba visitando a una familia que tiene un hijo de 3 años. Como
premio de después de la cena, al pequeño Jacob le permiten ver un episodio de Thomas y sus amigos. La colección de
vídeos está en un estante alto, muy por encima de su cabeza. Nunca podría
alcanzarla por sí solo. Se pone frente al estante con sus brazos levantados,
para que algún adulto lo agarre por debajo de los brazos y alzarlo hasta donde
quiere llegar. Sin ninguna duda, sin siquiera preguntar, simplemente se queda
ahí con sus brazos hacia arriba, con la plena confianza de que será alzado.
Creo
que santa Teresa diría que debemos hacer como el pequeño Jacob:
Tenemos que ponernos en pie.
Tenemos que alzar nuestros brazos y confiar en ser
elevados.
Y tenemos que permitir que Dios haga el trabajo.
Quizás nos digamos: “Es tan sencillo que incluso un
niño puede hacerlo”, pero no sería del todo correcto. Es tan sencillo que solamente un niño puede hacerlo.
Dejemos de poner excusas. Dejemos de retorcernos y de luchar. Dejemos de intentar
que nuestro ascenso a la santidad sea propulsado por nuestra propia voluntad y
sabiduría. Simplemente demos un paso adelante, alcemos los brazos y permitamos
que el Padre que nos ama nos eleve.
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