Hay
un límite que la humanidad no debe volver a explorar.
Un día como hoy, el mundo asomaba raro. La
tele mostraba casi con estupor un accidente de por sí extraño. La cobertura en
vivo de todo ya era una realidad en 2001. Por eso fuimos millones y millones
los que nos preguntamos cómo ese piloto no había visto en un día despejado
una de las dos Gemelas de Nueva York. El mundo ya no estaba tan dividido en
parcelas, como había sugerido Borges en los 80. O al menos ya no parecía así.
Pero un segundo avión colisionó contra la otra torre. Y todos lo vimos.
Recuerdo
ese día de hace ya 16 años en las clases de la materia de periodismo de la
Universidad. Supone uno de esos acontecimientos cuya objetividad se aborda
desde la más pura subjetividad. El periodista que lloró, que se conmovió, que
aseguró que pese a su trayectoria no tenía más que decir que no hay palabras
ante hechos como estos es un periodista que comprendía la complejidad humana de
lo que tenía por delante y acompañaba una rápida reflexión que todos hicimos en
ese momento, casi a la par, periodistas y ciudadanos: el mundo estaba en
guerra.
Pero ya estos
dos últimos años ante el 11 de septiembre en las clases de primer año de la
Universidad el escenario es distinto. Cuando
pregunto si recuerdan ese día muy pocos, o ninguno, levanta la mano.
No es culpa de ellos, puesto que apenas nacían a la vida consciente, y tenían
no más de dos o tres años. Ya hay nuevas generaciones de jóvenes adultos que no
vivieron un momento de estupor que aleccionó al mundo sobre el terror, que nos
presentó con suma evidencia que hay un mal que es evidente, que no se explica
desde lógicas geopolíticas, que se llama terrorismo y no tiene ningún tipo de
justificación.
Los
profesores de historia de los países neutrales hacen malabares para enseñar que
en la guerra fría había dos bloques con intereses e ideologías distintas
enfrentados. Ante el 11 de septiembre no existe tal necesidad, porque nunca el
mal se había manifestado con tanta contundencia en una pantalla de televisión.
Hubo
episodios posteriores, casi ecos, igualmente malévolos, aunque de más rápido
olvido mundial, que con un mundo ya cuidado de espanto no lloramos lo
necesario, siguiendo una propuesta del Papa Francisco. Porque atentados como Atocha, Niza, Londres, París,
etc, fueron todos enmarcados políticamente en escenarios más complejos que
involucran otros dramas. Pero aquel 11 de septiembre no hubo lugar a
interpretaciones. El hombre y sus divisiones culturales y
sociales habían caído muy bajo, demasiado. Fue como abrir nuevamente las
puertas de Auschwitz y contemplar el espanto.
Contemplar
ese espanto nos provoca náuseas. La televisión americana ha decidido de un
tiempo acá recordar cada 11 de septiembre desde otra mirada, sin mostrar las
imágenes del horror, relatando historias de superación, de coraje, de unidad.
La herida es muy fresca, y aún duele.
Pero hay nuevas generaciones que, con imágenes y sin
ellas, es bueno crezcan sabiendo que hay un límite que la humanidad no debe
volver a explorar. Se llama nazismo, se llama terrorismo. Y el 11
de septiembre de 2001 nos recuerda que tenemos que hacer todo lo humanamente
posible para que nunca más caigamos tan bajo en nuestra dignidad de seres
humanos.
Esteban
Pittaro | Sep 11, 2017
No hay comentarios.:
Publicar un comentario