lunes, 11 de septiembre de 2017

11 de septiembre de 2001, el día que debemos recordar siempre.


Hay un límite que la humanidad no debe volver a explorar.
Un día como hoy, el mundo asomaba raro. La tele mostraba casi con estupor un accidente de por sí extraño. La cobertura en vivo de todo ya era una realidad en 2001. Por eso fuimos millones y millones los que nos preguntamos cómo ese piloto no había visto en un día despejado una de las dos Gemelas de Nueva York. El mundo ya no estaba tan dividido en parcelas, como había sugerido Borges en los 80. O al menos ya no parecía así. Pero un segundo avión colisionó contra la otra torre. Y todos lo vimos.

Recuerdo ese día de hace ya 16 años en las clases de la materia de periodismo de la Universidad. Supone uno de esos acontecimientos cuya objetividad se aborda desde la más pura subjetividad. El periodista que lloró, que se conmovió, que aseguró que pese a su trayectoria no tenía más que decir que no hay palabras ante hechos como estos es un periodista que comprendía la complejidad humana de lo que tenía por delante y acompañaba una rápida reflexión que todos hicimos en ese momento, casi a la par, periodistas y ciudadanos: el mundo estaba en guerra.
Pero ya estos dos últimos años ante el 11 de septiembre en las clases de primer año de la Universidad el escenario es distinto. Cuando pregunto si recuerdan ese día muy pocos, o ninguno, levanta la mano. No es culpa de ellos, puesto que apenas nacían a la vida consciente, y tenían no más de dos o tres años. Ya hay nuevas generaciones de jóvenes adultos que no vivieron un momento de estupor que aleccionó al mundo sobre el terror, que nos presentó con suma evidencia que hay un mal que es evidente, que no se explica desde lógicas geopolíticas, que se llama terrorismo y no tiene ningún tipo de justificación.
Los profesores de historia de los países neutrales hacen malabares para enseñar que en la guerra fría había dos bloques con intereses e ideologías distintas enfrentados. Ante el 11 de septiembre no existe tal necesidad, porque nunca el mal se había manifestado con tanta contundencia en una pantalla de televisión.
Hubo episodios posteriores, casi ecos, igualmente malévolos, aunque de más rápido olvido mundial, que con un mundo ya cuidado de espanto no lloramos lo necesario, siguiendo una propuesta del Papa Francisco. Porque atentados como Atocha, Niza, Londres, París, etc, fueron todos enmarcados políticamente en escenarios más complejos que involucran otros dramas. Pero aquel 11 de septiembre no hubo lugar a interpretaciones. El hombre y sus divisiones culturales y sociales habían caído muy bajo, demasiado. Fue como abrir nuevamente las puertas de Auschwitz y contemplar el espanto.
Contemplar ese espanto nos provoca náuseas. La televisión americana ha decidido de un tiempo acá recordar cada 11 de septiembre desde otra mirada, sin mostrar las imágenes del horror, relatando historias de superación, de coraje, de unidad. La herida es muy fresca, y aún duele.
Pero hay nuevas generaciones que, con imágenes y sin ellas, es bueno crezcan sabiendo que hay un límite que la humanidad no debe volver a explorar. Se llama nazismo, se llama terrorismo. Y el 11 de septiembre de 2001 nos recuerda que tenemos que hacer todo lo humanamente posible para que nunca más caigamos tan bajo en nuestra dignidad de seres humanos.

Esteban Pittaro | Sep 11, 2017



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