Reflexiones
dolor y la muerte
Demos cabida a Dios en nuestra vida para que él nos
consuele, nos ayude, nos de paciencia.
Contemplamos a Cristo
siempre en acción, haciendo el bien, de ciudad en ciudad. Un día se dirige a
una ciudad llamada Naín, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud.
De repente en la puerta de la ciudad se cruza con un cortejo fúnebre. Se
llevaba a enterrar a un muerto, hijo único de una madre viuda, tal vez muy
conocida en la ciudad, porque la acompañaba mucha gente. Jesús, al ver aquella
escena, se conmueve y dijo a la madre: "No llores". Luego se dirigió
al féretro, lo tocó, y dijo: "Joven, a ti te digo: Levántate". El
milagro fue espectacular: el joven se incorporó y se puso a hablar. Y Jesús,
dice curiosamente el Evangelio, "Se lo dio a su madre". Aquel milagro
provocó un gran temor y admiración y frases como "Dios ha visitado a su
pueblo" empezaron a ir de boca en boca. Aquel hecho traspasó los límites
del pueblo y se extendió por toda la comarca.
En la vida de la mujer, madre, esposa, soltera, viuda, joven
o mayor siempre se termina dando una realidad estremecedora que es la aparición
del dolor y del sufrimiento. Es una forma de participación en la cruz de
Cristo. El dolor por los hijos en sus múltiples formas, el abandono de un
marido, la ansiedad por un futuro no resuelto, el rechazo a la propia realidad,
en anhelo de tantas cosas bellas no conseguidas, las expectativas no
realizadas, la soledad que machaca a corazones generosos en afectos, la
impotencia ante el mal constituye formas innumerables de sufrimiento. Y ante el
sufrimiento y el dolor siempre se experimenta la impotencia y la incapacidad. Nunca se está tan solo como ante el dolor.
El mal, el sufrimiento,
el dolor han entrado al mundo por el pecado. Dios no ha querido el mal ni
quiere el mal para nadie. Es una triste consecuencia, entre otras muchas, de
ese pecado que desbarató el plan original de Dios sobre el hombre y la
humanidad. Por ello, no echemos la culpa a Dios del sufrimiento, sino
combatamos el mal que hay en el ser humano y que es la raíz de tanto dolor en
el mundo. Demos cabida a Dios en nuestra vida para que él nos consuele, nos
ayude, nos de paciencia. Saquemos del dolor y del sufrimiento la lección que
Cristo nos ha dado en la cruz: el dolor es fuente de salvación y de mérito.
No tratemos de racionalizar el sufrimiento y el dolor. Es ya
parte de una realidad que es nuestra condición humana. La razón se estrella
contra el dolor. Por ello, hay que buscar otros caminos. En lugar de tratar de
explicarlo, démosle sentido; en lugar de querer comprenderlo, háganoslo
meritorio; en lugar de exigirle a Dios respuestas, aceptémoslo con humildad. No
llena el corazón el conocer por qué una madre ha perdido un hijo o una esposa
ha sido abandonada por su marido o una mujer no encuentra quien la quiera. El
dolor no se soluciona conociendo las respuestas. El dolor se asume dándole
sentido. Eso es lo que el Señor nos enseña desde la Cruz.
Abramos también el corazón a la pedagogía del dolor y del
sufrimiento. El dolor es liberador: enseña el desprendimiento de las cosas,
educa en el deseo del cielo, proclama la cercanía de Dios, demuestra el sentido
de la vida humana, proclama la caducidad de nuestras ilusiones. Además, el
dolor es universal: sea el físico o el moral, se hace presente en la vida de
todos los seres humanos: niños y jóvenes, adultos o ancianos. Nadie se libra de
su presencia. No nos engañemos ante las apariencias, si bien hay sufrimientos
más desgarradores y visibles que otros. Y el dolor es salvador: el sufrimiento
vivido con amor salva, acerca a Dios, hace comprender que sólo en Dios se puede encontrar consuelo.
Jesús es Perfecto Dios
y Hombre Perfecto. Por eso, ante aquella visión de una mujer viuda que acompaña
al cementerio a su joven hijo muerto, "tuvo compasión de ella ", como
dice el Evangelio. Dios sabe en la Humanidad de Cristo lo que es sufrir. Y, por
ello, cualquier sufrimiento, el sufrimiento más grande y pequeño de uno de sus
hijos, le duele a Él. Dios no es insensible ante el sufrimiento humano. No es
aquél que se carcajea desde las alturas cuando ve a sus hijos retorcerse de
dolor y de angustia.
"Sacaban a enterrar a un muerto, hijo
único de su madre, que era viuda". En pocas
frases no se puede concentrar tanto dolor y sufrimiento: -muerto, hijo único-,
-madre viuda-. Parece que el mal se ha cebado en aquella familia. Una mujer que
fue esposa y ahora es viuda, y una mujer que fue madre y ahora se encuentra
sola. ¿Qué más podría haber pasado en aquella mujer? ¿Iba a llenar aquel vacío
la presencia de aquella multitud que la acompañaba al cementerio? Después, al
volver a casa, se encontraría la soledad y esa soledad la carcomerá día tras
día. No hay consuelo para tanto dolor.
"Al verla, el Señor tuvo compasión de
ella". El Corazón de Dios se
estremece ante el sufrimiento, ese sufrimiento que él no ha querido y que ha tenido que
terminar aceptando, fruto del pecado querido por el hombre. Y esta historia se
repite: en cualquier lugar en donde alguien sufre, allí está Dios doliéndome,
consolando, animando. No podemos menos que sentirnos vistos por Dios y amados
tiernamente cuando nuestro corazón rezuma cualquier tipo de dolor. Por medio de
la humanidad de Cristo, el Corazón de Dios se ha metido en el corazón humano.
Nada nuestro le es ajeno. Enseguida por el Corazón de Cristo pasó todo el dolor
de aquella madre, lo hizo suyo e hizo lo que pudo para evitarlo.
"Joven, a ti te digo: Levántate". Dios siempre consuela y llena
el corazón de paz a pesar del sufrimiento y del dolor. No siempre hace
este tipo de milagros que es erradicar el hecho que lo produce. ¿Dónde están,
sin embargo, los verdaderos milagros? ¿En quién se cura de una enfermedad o en
quien la vive con alegría y paciencia? ¿En quién sale de un problema económico
o en quien a través de dicho problema entiende mejor el sentido de la vida? ¿En
quién nunca es calumniado o en quien sale robustecido en su humildad? ¿En quién
nunca llora o en quien ha convertido sus lágrimas en fuente de fecundidad? Es
difícil entender a Dios, ya lo hemos dicho muchas veces. Si recibimos los
bienes de las manos de Dios, ¿por qué no recibimos también los males?
Tarde o temprano el sufrimiento llamará a nuestra puerta.
Para algunos el dolor y el sufrimiento serán acogidos como algo irremediable,
ante lo cual sólo quedará la resignación, y ni siquiera cristiana. Para
nosotros, el sufrimiento y el dolor tienen que ser presencia de Cristo
Crucificado. Si en mi cruz no está Cristo, todo será inútil y tal vez
termine en la desesperación. El sufrimiento para el cristiano tiene que ser escuela,
fuente de méritos y camino de salvación.
El sufrimiento en nuestra vida se tiene que convertir en una
escuela de vida. Si me asomo al sufrimiento con ojos de fe y humildad empezaré
a entender que el sufrimiento me enseña muchas cosas: me enseña a vivir
desapegado de las cosas materiales, me enseña a valorar más la otra vida, me
enseña a cogerme de Dios que es lo único que no falla, me enseña a aceptar una
realidad normal y natural de mi existencia terrestre, me enseña a pensar más en
el cielo, me enseña lo caduco de todas las cosas. El sufrimiento es una escuela
de vida verdadera. Y va en contra de todas esas propuestas de una vida fácil,
cómoda, placentera que la sociedad hoy nos propone.
El sufrimiento se convierte para el cristiano en fuente de méritos. Cada
sufrimiento vivido con paciencia, con fe, con amor se transforma en un caudal
de bienes espirituales para el alma. El ser humano se acerca a Dios y a las
promesas divinas a través de los méritos por sus obras. El sufrimiento y el
dolor, vividos con Cristo y por Cristo, adquieren casi un valor infinito. Si
Dios llama a tu puerta con el dolor, ve en él una oportunidad de grandes
méritos, permitida por un Padre que te ama y que te quiere.
El sufrimiento es camino de salvación. La cruz de Cristo es
el árbol de nuestra salvación. El dolor con Cristo tiene ante el Padre un valor
casi infinito que nos sirve para purificar nuestra vida en esa gran deuda que
tenemos con Dios como consecuencia de las penas debidas por nuestros pecados.
Pero además desde el dolor podemos cooperar con Cristo a salvar al mundo,
ofreciendo siempre nuestros sufrimientos, nuestras penas, nuestras angustias,
nuestras tristezas por la salvación de este mundo o por la salvación de alguna
persona en particular. Cuando sufrimos con fe y humildad estamos colaborando a
mejorar este mundo y esta sociedad.
Ante la Cruz de Cristo, en la que sufre y se entrega el Hijo
de Dios, no hay mejor actitud que la contemplación y el silencio. Ante esa
realidad se intuyen muchas cosas que uno tal vez no sepa explicar. Para
nosotros la Cruz de Cristo es el lenguaje más fuerte del amor de Dios a cada
uno de nosotros.
Para Dios nuestro sufrimiento, sobre todo la muerte, debería
ser el gesto más hermoso de nuestra entrega a él, a su Voluntad. Dios quiera
que nunca el sufrimiento y el dolor nos descorazonen, nos aparten de él, suscita en nosotros rebeldía, nos hundan en la tristeza, nos hagan odiar la
vida. Al revés, que el sufrimiento y el dolor sirvan para hacer más luminoso
nuestro corazón y para ayudarnos a comprender más a todos aquellos que sufren.
Por: P Juan J. Ferrán
No hay comentarios.:
Publicar un comentario