viernes, 1 de septiembre de 2017

El noviazgo es para conocerse.


Amar no es mirarse uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección.

El cine ha hecho que la juventud, sin cabeza, sienta idolatría por la belleza física, y así resulta que esa muchachita de «tipo estupendo», después de casada sale caprichosa, insoportable; y también aquel chico que enamoraba con locura a las niñas tontas porque se parecía a cierto artista de cine, después de casado sale con un genio insufrible. Los dos son maravillosos para verlos en la pantalla.
Pero el matrimonio no es una película de cine, sino una vida que dura muchos años, y con muchos sufrimientos, malos ratos, penas y amarguras. También con sus ratos de felicidad. Pero desgraciadamente, no todo es felicidad. Si la juventud se preparara para el matrimonio como Dios manda, tendríamos muchos más matrimonios felices. El tiempo del noviazgo es para conocerse mutuamente, para amarse rectamente. El noviazgo es querido por Dios, pues Dios ha hecho el matrimonio indisoluble, y esa persona a la que vas a unirte para toda la vida, debes conocerla bien antes de casarte con ella.
Por lo tanto, es natural - y así lo quiere Dios- que durante cierto tiempo tengáis más confianza entre vosotros y un trato más íntimo para conoceros mejor. Pero debéis ser muy discretos en las manifestaciones de amor, si no queréis manchar vuestras relaciones. No podéis permitirle a vuestro cariño muchas de las cosas que él os pide con fuerza. Es necesario que aprendáis a llevar vuestro noviazgo con la austeridad que exige el Evangelio. Es muy importante que os propongáis firmemente llevar vuestro noviazgo en gracia de Dios. Eso será atesorar bendiciones de Dios para el matrimonio.
En cambio, si sembráis de pecados el camino del matrimonio, ¿podréis esperar con confianza que Dios os bendiga después?  ¡Cuántos matrimonios lloran los pecados que cometieron de solteros! Si el noviazgo es para un conocimiento mutuo, se impone también como necesidad imperiosa la sinceridad. No deben existir repliegues ni restricciones mentales. Debe hablarse mucho sobre todas las cuestiones, y confiarse mutuamente los problemas para buscar juntos una solución. Es, por desgracia, demasiado frecuente, que los novios mantengan el uno con respecto al otro, una postura totalmente falsa. Y es triste que, a veces, esa falsedad dé al traste con la íntima compenetración que debe regir el matrimonio. Los novios van al altar, muchas veces, engañados. No se conocen.
El engañar siempre es malo. Los novios deben ser francos, transparentes el uno para el otro. El amor necesita admiración. Para ver si sientes admiración podrías preguntarte, ¿me gustaría tener un hijo así? No se trata de con menos o más nariz, sino de ese modo de ser, cualidades, etc. Los novios deben ayudarse a conocerse mutuamente, tanto en las virtudes como en los defectos. Cada uno debe esforzarse en corregirse de sus defectos y en adquirir las virtudes que el otro desea ver en él. Deben ver si armonizan en el carácter, gustos, puntos de vista, modo de ser, educación y costumbres; si tienen las mismas ideas sobre religión, vida de piedad, frecuencia de sacramentos, etc... Deben ponerse de acuerdo en todos los problemas fundamentales. Si en el noviazgo hay discrepancias sobre esto, en el matrimonio habrá disgustos muy graves. Ya dijo Saint-Exupery:

«Amar no es mirarse uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección»; es decir, tener los dos los mismos ideales. Y, desde luego, las faltas de armonía y defectos de carácter, es necesario compensarlos con espíritu de mortificación y tolerancia, por una parte - siempre que no se trate de cosas ofensivas a Dios- y deseo eficaz de corregirse por la otra. Nadie es perfecto en este mundo; pero todos debemos tener deseos de superación. El esfuerzo mutuo de adaptación es una de las mayores alegrías de la vida conyugal.
Evidentemente que en esta armonía hay grados; pero cuanto mayor sea la armonía, más probabilidades hay para un matrimonio feliz. El ideal sería que esta armonía llegara incluso a detalles como gustos, aficiones, diversiones, hábitos de vida, educación, aseo, orden, modales, lenguaje, etc., etc. El ideal es que los dos sean de ambientes familiares y culturales similares. No por clasismo; sino por armonía. Un notable desnivel de educación, higiene, costumbres, etc., con el tiempo, ocasiona roces que enfrían el amor. Hay una porción de imponderables de educación, higiene, etc., que pueden convertirse en espinas muy desagradables y, con el tiempo, realmente insufribles.
Hay personas a quienes se les hace durísimo disminuir de categoría social. “En general las diferencias de formación y de posición social son obstáculos que impiden llegar en el matrimonio a una completa unión. La igualdad en las costumbres, resultado de haberse formado en un ambiente parecido, constituye el sólido cimiento de una buena armonía en la vida de cada día; mientras que la disconformidad de las costumbres y una gran divergencia en el grado de cultura pueden actuar como fuerzas disgregadoras.
» Cuando el estilo de vida difiere ampliamente por proceder los esposos de mundos sociales distintos se va minando poco a poco la solidez del matrimonio. No negamos que ambos esposos puedan ser felices si manda en ellos el corazón, pero con el tiempo nada tiene de extraño que llegue a ser desagradable comer en la misma mesa con una persona cuya educación es discordante con la propia. Pequeñas, pero numerosas diferencias ponen a prueba los nervios de la persona más equilibrada. “Para que el hogar sea agradable es necesario cierto grado de educación. Pero si uno de los dos no la tiene, es mejor que tampoco la tenga el otro»
Por: P. Jorge Loring


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