viernes, 1 de septiembre de 2017

Heridas y cicatrices.


No hay remedio más saludable que la humildad y el perdón recíproco.

Por distintas circunstancias he debido reflexionar en estos últimos días acerca de las heridas y de las cicatrices, pero no de las que se producen en nuestro cuerpo y dejan una señal permanente, sino de las que nos proporciona la convivencia, especialmente con las personas más queridas, las que constituyen nuestra propia carne. Precisamente por eso, porque los familiares son carne nuestra, las heridas y las cicatrices son también reales.
Las heridas deben curarse bien. Es importante limpiarlas oportunamente, sin temor a producir dolor. Así ocurre también con las heridas familiares. A veces, se producen malentendidos que podrían ser aclarados con toda facilidad. Bastaría con hablarlo: "oye, ¿qué querías significar con aquello que me dijiste?", "¿por qué te reíste en aquella ocasión?". Esas susceptibilidades son parecidas a los rasguños que sufre nuestra piel en tantas ocasiones. Sin embargo, son muy frecuentes las situaciones en las que las personas no sólo no hablan acerca de los problemas o fricciones, sino que además permiten que en su interior esas afrentas tomen cuerpo y se agigantan.

No hay remedio más saludable que la humildad y el perdón recíproco. "No dejes que se ponga el sol sobre tu ira", aconseja la Escritura. Todas las noches conviene acostarse sin rencores acumulados. Si se advierten rencillas, conviene examinar la conciencia para advertir la parte de culpa que puede tener uno mismo y decidirse a disculparse o a pedir perdón en la primera ocasión que se presente. Perdonar por anticipado y rezar por la persona que nos ha herido es una práctica muy recomendable.

En ocasiones, los daños recibidos son evidentes y las afrentas indiscutibles. No se ve por qué razón tendría uno que dar el primer paso para la reconciliación. Incluso cuando se está en la razón y, en consecuencia, debería ser el ofensor quien diera el primer paso en vías de reconciliación, no está de más que el ofendido haga lo mismo por su parte. Es mucho más valiosa la relación y el bien familiar que la rencilla causante de la herida. Sobre todo, la herida no podrá cerrarse y desaparecer.  En las novelas de Dostoievski, son frecuentes las rupturas familiares. Un padre deshereda a su hija y cree que con eso ha arreglado el problema. La quita de su vida, pretende olvidarla para siempre. Sin embargo, esa intención es totalmente veleidosa. El dolor permanece allí. La herida no se cierra nunca. Sucede algo parecido con los miembros fantasma: cuando a una persona le amputan una pierna, sigue teniendo la sensación de tenerla e incluso le sigue doliendo.


Así sucede también en tantas rupturas y conflictos matrimoniales. La cultura dominante empuja a los cónyuges a que consideren el divorcio como una solución normal y posible de sus desencuentros conyugales. Sin embargo, el divorcio no suele ser casi nunca una buena solución. El Derecho canónico reconoce el derecho a la separación durante todo el tiempo que subsista el problema o situación que la aconseja. La separación consiste en una solución no sólo lícita -cuando está justificada- sino también antropológicamente correcta: estamos separados, pero lo que nos une, aquello por lo que somos una sola carne, permanece para siempre. Es exactamente lo que sucede también en las demás relaciones de familia. Negar la relación es pura veleidad o utopía. Tu hijo será siempre tu hijo, por mucho que quieras borrarlo de tu existencia. En la unidad de la carne, las heridas que separan a los miembros hienden siempre la propia carne, el yo de cada uno. También ocurre eso en el matrimonio. 

Un prejuicio multisecular ha convertido el matrimonio en una relación puramente contractual. En realidad, no es más que la primera y fecunda relación familiar. El matrimonio es una relación familiar y en este punto en nada difiere de la filiación o de la fraternidad. En mi condición de sacerdote he conocido muchas familias que han experimentado el dolor de las rupturas. Algunas de ellas han conseguido que las heridas cicatricen. Saben que las relaciones nunca serán exactamente las mismas que con anterioridad, que la zona afectada ha perdido elasticidad y sensibilidad, pero han sabido anteponer el bien de la familia a otras cuestiones personales.


Cuando las heridas están todavía abiertas, el dolor, convertido aquí en rencor y resentimiento, es más vivo. Esos afectos suelen empujar a la confrontación y quienes los sufren piensan que no pueden vivir en paz si no los secundan. Sin embargo, la paz sólo se consigue en el ámbito de la voluntad cuando el ofendido reconoce la verdad que le une a su ofensor, cuando reza por él y se decide a vivir la caridad. Esa decisión de la voluntad no implica que los afectos se tranquilicen o serenen. Cuando las heridas son profundas, esas turbulencias pueden perdurar durante semanas o meses, pero si la voluntad es perseverante en la decisión asumida acaban por desaparecer. Lo más importante es comprender -y hay mucha gente que no lo aprende nunca- que los afectos no tienen relevancia moral en sí mismos. Lo importante es lo que la persona quiere deliberadamente y ese querer puede ser muy grato a Dios que lee en el corazón de las personas.Pasado el tiempo, la herida se cierra y la cicatriz permanece, pero bien puede considerarse como una condecoración de guerra. Una familia que mantiene sus tradiciones y fiestas familiares pasando por alto las diferencias, incluso muy profundas, da un ejemplo de vida íntegra y pacífica.



Por: Joan Carreras



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