No hay remedio más saludable que la humildad y el
perdón recíproco.
Por distintas circunstancias he debido reflexionar en estos últimos días
acerca de las heridas y de las cicatrices, pero no de las que se producen en
nuestro cuerpo y dejan una señal permanente, sino de las que nos proporciona la
convivencia, especialmente con las personas más queridas, las que constituyen
nuestra propia carne. Precisamente por eso, porque los familiares son carne
nuestra, las heridas y las cicatrices son también reales.
Las heridas deben curarse bien. Es importante limpiarlas
oportunamente, sin temor a producir dolor. Así ocurre también con las heridas
familiares. A veces, se producen malentendidos que podrían ser aclarados con
toda facilidad. Bastaría con hablarlo: "oye, ¿qué querías significar con
aquello que me dijiste?", "¿por qué te reíste en aquella
ocasión?". Esas susceptibilidades son parecidas a los rasguños que sufre
nuestra piel en tantas ocasiones. Sin embargo, son muy frecuentes las
situaciones en las que las personas no sólo no hablan acerca de los problemas o
fricciones, sino que además permiten que en su interior esas afrentas tomen
cuerpo y se agigantan.
No hay remedio más saludable que la humildad y el perdón recíproco.
"No dejes que se ponga el sol sobre tu ira", aconseja la Escritura.
Todas las noches conviene acostarse sin rencores acumulados. Si se advierten
rencillas, conviene examinar la conciencia para advertir la parte de culpa que
puede tener uno mismo y decidirse a disculparse o a pedir perdón en la primera
ocasión que se presente. Perdonar por anticipado y rezar por la persona que nos
ha herido es una práctica muy recomendable.
En ocasiones, los daños recibidos son evidentes y las afrentas
indiscutibles. No se ve por qué razón tendría uno que dar el primer paso para
la reconciliación. Incluso cuando se está en la razón y, en consecuencia,
debería ser el ofensor quien diera el primer paso en vías de reconciliación, no
está de más que el ofendido haga lo mismo por su parte. Es mucho más valiosa la
relación y el bien familiar que la rencilla causante de la herida. Sobre todo, la herida no podrá cerrarse y
desaparecer. En las novelas de Dostoievski, son frecuentes las rupturas familiares. Un
padre deshereda a su hija y cree que con eso ha arreglado el problema. La quita
de su vida, pretende olvidarla para siempre. Sin embargo, esa intención es
totalmente veleidosa. El dolor permanece allí. La herida no se cierra nunca.
Sucede algo parecido con los miembros fantasma: cuando a una persona le amputan
una pierna, sigue teniendo la sensación de tenerla e incluso le sigue doliendo.
Así sucede también en tantas rupturas y conflictos
matrimoniales. La cultura dominante empuja a los cónyuges a que consideren el
divorcio como una solución normal y posible de sus desencuentros conyugales.
Sin embargo, el divorcio no suele ser casi nunca una buena solución. El Derecho
canónico reconoce el derecho a la separación durante todo el tiempo que
subsista el problema o situación que la aconseja. La separación consiste en una
solución no sólo lícita -cuando está justificada- sino también
antropológicamente correcta: estamos separados, pero lo que nos une, aquello
por lo que somos una sola carne, permanece para siempre. Es exactamente lo que
sucede también en las demás relaciones de familia. Negar la relación es pura
veleidad o utopía. Tu hijo será siempre tu hijo, por mucho que quieras borrarlo
de tu existencia. En la unidad de la carne, las heridas que separan a los
miembros hienden siempre la propia carne, el yo de cada uno. También ocurre eso
en el matrimonio.
Un prejuicio multisecular ha convertido el matrimonio en una
relación puramente contractual. En realidad, no es más que la primera y fecunda
relación familiar. El matrimonio es una relación familiar y en este punto en
nada difiere de la filiación o de la fraternidad. En mi condición de sacerdote he conocido muchas
familias que han experimentado el dolor de las rupturas. Algunas de ellas han
conseguido que las heridas cicatricen. Saben que las relaciones nunca serán
exactamente las mismas que con anterioridad, que la zona afectada ha perdido
elasticidad y sensibilidad, pero han sabido anteponer el bien de la familia a
otras cuestiones personales.
Cuando las heridas están todavía abiertas, el dolor,
convertido aquí en rencor y resentimiento, es más vivo. Esos afectos suelen
empujar a la confrontación y quienes los sufren piensan que no pueden vivir en
paz si no los secundan. Sin embargo, la paz sólo se consigue en el ámbito de la
voluntad cuando el ofendido reconoce la verdad que le une a su ofensor, cuando
reza por él y se decide a vivir la caridad. Esa decisión de la voluntad no
implica que los afectos se tranquilicen o serenen. Cuando las heridas son
profundas, esas turbulencias pueden perdurar durante semanas o meses, pero si
la voluntad es perseverante en la decisión asumida acaban por desaparecer. Lo
más importante es comprender -y hay mucha gente que no lo aprende nunca- que
los afectos no tienen relevancia moral en sí mismos. Lo importante es lo que la
persona quiere deliberadamente y ese querer puede ser muy grato a Dios que lee
en el corazón de las personas.Pasado el tiempo, la herida se cierra y la cicatriz permanece, pero bien
puede considerarse como una condecoración de guerra. Una familia que mantiene
sus tradiciones y fiestas familiares pasando por alto las diferencias, incluso
muy profundas, da un ejemplo de vida íntegra y pacífica.
Por: Joan Carreras
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