La nobleza de la donación de órganos reside en la
decisión de ofrecer, sin ninguna recompensa, una parte del propio cuerpo para
la salud y el bienestar de otras personas.
Pregunta:
¿Cuál es el problema que
se plantea con los trasplantes y especialmente sobre los criterios de muerte
para el caso de algunos trasplantes?
Respuesta:
El tema de los trasplantes es un tema muy
largo y arduo. Me limito a señalar algunos principios indicativos del
Magisterio:
La actitud del donante:
Es elogiable la disposición de donar sus
órganos (siempre que se cumplan los parámetros que hace lícita esta acción):
“Más allá de casos clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o
grandes gestos de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida.
Entre ellos merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada
según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación
e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas” [1].
También: “Es preciso poner de relieve, como ya he afirmado en otra
ocasión, que toda intervención de trasplante de un órgano tiene su origen
generalmente en una decisión de gran valor ético: ‘la decisión de ofrecer, sin
ninguna recompensa, una parte del propio cuerpo para la salud y el bienestar de
otra persona’[2]”. Precisamente en esto reside la nobleza del gesto, que es un
auténtico acto de amor. No se trata de donar simplemente algo que nos
pertenece, sino de donar algo de nosotros mismos, puesto que ‘en virtud de su
unión sustancial con un alma espiritual, el cuerpo humano no puede ser reducido
a un complejo de tejidos, órganos y funciones, (…) ya que es parte constitutiva
de una persona, que a través de él se expresa y se manifiesta’ [3]” [4].
El consentimiento:
Sobre este punto señalo los siguientes
criterios:
1º “El trasplante de órganos no es moralmente
aceptable si el donante o sus representantes no han dado su consentimiento consciente”
[5]. “El consentimiento de los parientes tiene su validez ética cuando falta la
decisión del donante” [6]. 2º “Naturalmente, deberán dar un
consentimiento análogo quienes reciben los órganos donados” [7].
Los peligros y riesgos:
“El trasplante de
órganos es conforme a la ley moral y puede ser meritorio si los peligros y
riesgos físicos o psíquicos sobrevenidos al donante son proporcionados al bien
que se busca en el destinatario” [8]. ¿Qué órganos se pueden donar y
trasplantar? “No todos los órganos
son éticamente donables. Para el trasplante se excluye el encéfalo y las
gónadas, que dan la respectiva identidad personal y procreativa de la persona.
Se trata de órganos en los cuales específicamente toma cuerpo la unicidad
inconfundible de la persona, que la medicina está obligada a proteger” [9].
Mutilación o muerte del
donante:
“Es moralmente
inadmisible provocar directamente para el ser humano bien la mutilación que le
deja inválido o bien su muerte, aunque sea para retardar el fallecimiento de
otras personas” [10]. Trasplante de órganos
vitales singulares Se entiende por órganos vitales
singulares, aquellos órganos sin los cuales el ser humano no puede vivir
(vital) y que además los posee no en número doble sino simple (singular); por ejemplo,
el corazón. Ha dicho el Papa Juan Pablo II: “Los órganos vitales singulares
sólo pueden ser extraídos después de la muerte, es decir, del cuerpo de una
persona ciertamente muerta. Esta exigencia es evidente a todas luces, ya que
actuar de otra manera significa causar intencionalmente la muerte del
donante al extraerle sus órganos” [11].
Transplantes y eutanasia
encubierta:
Cuando no se respetan los criterios
objetivos de muerte, bajo la excusa de los trasplantes se esconde en realidad
una verdadera eutanasia: “No nos es lícito callar ante otras formas más
engañosas, pero no menos graves o reales, de eutanasia. Estas podrían
producirse cuando, por ejemplo, para aumentar la disponibilidad de órganos para
trasplante, se procede a la extracción de los órganos sin respetar los
criterios objetivos y adecuados que certifican la muerte del donante” [12].
¿Es válido el criterio de muerte
encefálica?
De todos los problemas que presenta el
tema de los trasplantes, el más serio es, ciertamente, la constatación de la
muerte del donante. El principio moral que debe regir es el siguiente: en el
caso del trasplante de órgano único vital hecho ex cadáveres se requiere la
certeza de la muerte del mismo. Debemos decir que, si el
trasplante se realiza verdaderamente de un cadáver a un hombre vivo, teniendo
en cuenta y respetando todas las normas éticas pertinentes, no parecen haber
objeciones morales, y se trataría de un acto “perfectamente “lícito” [13].
Ahora bien, tales “normas éticas” son determinadas por los principios que
siguen a continuación.
1º Mientras haya vida,
aunque sólo sea vida vegetativa, ésta es inviolable. Como afirma Mons. Grecia:
“No se puede introducir la distinción entre ‘vida biológica’ y ‘vida personal’
(vida de conciencia y relación): en el hombre, hay una vitalidad única y
mientras que hay vida hay que retener que se trata de vida de la persona…” [14].
Por su parte el Papa Juan Pablo II ha dicho: “El respeto a la vida humana… no
es para el hombre uno de los derechos, sino el derecho fundamental… Derecho a
la vida significa derecho a venir a la luz y, luego, a perseverar en la
existencia hasta su natural extinción: mientras vivo tengo derecho a vivir’” [15].
2º Como consecuencia de lo anterior,
no se puede proceder en la duda o basándose en la sola probabilidad sino
siempre y solamente en la certeza de su muerte. Aquí se aplica en toda su
extensión el principio que enuncia Juan Pablo II para el trato de los embriones
humanos: “… desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola
probabilidad de encontrarse ante una persona humana para justificar la más
rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano”
[16].
Sobre este tema tan delicado, ha dicho el Papa Juan Pablo II: “Al
respecto, conviene recordar que existe una sola ‘muerte de la persona’, que
consiste en la total desintegración de ese conjunto unitario e integrado que es
la persona misma, como consecuencia de la separación del principio vital, o
alma, de la realidad corporal de la persona. La muerte de la persona, entendida
en este sentido primario, es un acontecimiento que ninguna técnica científica o
método empírico puede identificar directamente. Pero la experiencia humana
enseña también que la muerte de una persona produce inevitablemente signos
biológicos ciertos, que la medicina ha aprendido a reconocer cada vez con mayor
precisión. En este sentido, los ‘criterios’ para certificar la muerte, que la
medicina utiliza hoy, no se han de entender como la determinación
técnico-científica del momento exacto de la muerte de una persona, sino como un
modo seguro, brindado por la ciencia, para identificar los signos biológicos de
que la persona ya ha muerto realmente. Es bien sabido que, desde hace tiempo,
diversas motivaciones científicas para la certificación de la muerte han
desplazado el acento de los tradicionales signos cardiorrespiratorios al así
llamado criterio ‘neurológico’, es decir, a la comprobación, según parámetros
claramente determinados y compartidos por la comunidad científica
internacional, de la cesación total e irreversible de toda actividad cerebral
(en el cerebro, el cerebelo y el tronco encefálico).
Esto se considera el signo de que se ha perdido la capacidad de
integración del organismo individual como tal. Frente a los actuales parámetros
de certificación de la muerte –sea los signos ‘encefálicos’ sea los más
tradicionales signos cardiorrespiratorios–, la Iglesia no hace opciones
científicas. Se limita a cumplir su deber evangélico de confrontar los datos
que brinda la ciencia médica con la concepción cristiana de la unidad de la
persona, poniendo de relieve las semejanzas y los posibles conflictos, que
podrían poner en peligro el respeto a la dignidad humana. Desde esta
perspectiva, se puede afirmar que el reciente criterio de certificación de la
muerte antes mencionado, es decir, la cesación total e irreversible de toda
actividad cerebral, si se aplica escrupulosamente, no parece en conflicto con
los elementos esenciales de una correcta concepción antropológica. En
consecuencia, el agente sanitario que tenga la responsabilidad profesional de
esa certificación puede basarse en ese criterio para llegar, en cada caso, a
aquel grado de seguridad en el juicio ético que la doctrina moral califica con
el término de ‘certeza moral’. Esta certeza moral es necesaria y suficiente
para poder actuar de manera éticamente correcta. Así pues, sólo cuando exista
esa certeza será moralmente legítimo iniciar los procedimientos técnicos
necesarios para la extracción de los órganos para el trasplante, con el previo
consentimiento informado del donante o de sus representantes legítimos” [17].
Notas
[1] Juan Pablo II,
Evangelium vitae, n. 86.
[2] Juan Pablo II,
Discurso a los participantes en un congreso sobre trasplantes de órganos, 20 de
junio de 1991, n. 3: L’Osservatore Romano, 2 de agosto de 1991, p. 9.
[3] Congregación para la
doctrina de la fe, Donum vitae, 3.
[4] Juan Pablo II,
Discurso al Congreso Internacional, 29 de agosto de 2000.
[5] Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 2296.
[6] Juan Pablo II,
Discurso al Congreso Internacional, 29 de agosto de 2000.
[7] Ibid.
[8] Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 2296.
[9] Pontificio Consejo
para la Pastoral de los agentes de la salud, Carta a los agentes de la salud,
n. 88.
[10] Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 2296.
[11] Juan Pablo II,
Discurso al Congreso Internacional, 29 de agosto de 2000.
[12] Juan Pablo II,
Evangelium vitae, n. 15.
[13] Juan Pablo II,
Discurso a los participantes en el Congreso organizado por la Pontificia
Academia de las Ciencias, del 14 de diciembre de 1989, L’Osservatore
Romano, 7 de enero de 1990,
p.9, n. 6.
[14] Sgreccia, Manuale
di Bioetica, op.cit., tomo I, p. 449.
[15] Juan Pablo II,
Clausura de la IX Conferencia Internacional de agentes sanitarios;
L’Osservatore Romano, 9 de diciembre de 1994, p. 7, n. 2.
[16] Juan Pablo II,
Evangelium vitae, n. 60.
[17] Juan Pablo II,
Discurso al Congreso Internacional, 29 de agosto de 2000.
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE.
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