El educador debe cuidar que el niño aprenda a
insertarse en su ambiente, que éste pueda vivir su propia vida.
Según Romano Guardini (1885-1968), la tarea más
importante de un educador es la de convertirse en defensor de las necesidades
vitales del niño y luchar contra viento y marea para que éste no sea otra cosa
que lo que es. El niño no tiene por qué portarse como un adulto, y menos
aún angustiarse por asuntos que sólo atañen, por decirlo así, a las personas
mayores. Así como el hombre maduro no debe ser infantil, así el infante no
tiene por qué ser un adulto, o por lo menos no todavía. «El educador, escribe
Guardini, debe cuidar que el niño aprenda a insertarse en su ambiente, a
disciplinar sus impulsos e instintos, a hacer todo aquello que la familia o la
escuela exijan de él; pero, al mismo tiempo, debe preocuparse de que éste pueda
vivir su propia vida y de que le sea concedido espacio y tiempo para jugar».
Peligrosamente
tristes
El juego y la
imaginación son en este periodo de la vida cosas sumamente importantes y
serias. Tanto es así que Jean Guitton, en una de sus Lettres ouvertes,
contra todo lo que pudieran opinar los demás a este respecto, daba a un pequeño
amigo suyo el siguiente consejo: «En la escuela haz tus deberes y aplícate.
Aprende a trazar las líneas, a no cometer errores. Te aconsejaría ser un poco
distraído; que una parte de ti preste atención a las líneas, a la puntuación y
a todo aquello que te enseñan los maestros, y la otra parte sea como un pájaro
que vuela lejos… Para conservarte niño durante toda la vida, es esta segunda
parte de ti mismo la que deberás cultivar. Dirán que sueñas. Pero es el sueño
despierto lo que hace al genio».
Sin embargo, jugar
y soñar son dos placeres a los que, por desgracia, el niño de nuestros días ya
casi no se entrega. Se me objetará que los niños no han dejado de
jugar y que lo único que ha cambiado, en todo caso, es la modalidad de sus
juegos, que ahora son electrónicos. Esto no es del todo cierto. Los videojuegos no son todavía
juegos en el sentido pleno de la palabra. En el videojuego falta la
creatividad, el gasto de energía física y la incondicionalidad, tres requisitos
de suma importancia para que una actividad pueda ser considerada lúdica. En
los juegos electrónicos el niño se desliza por los raíles que ya han
preestablecido los programadores del software con el que simplemente se
entretiene; no inventa nada, ni se relaja frente a la pantalla de su ordenador,
pues la actividad que despliega allí, además de ser puramente virtual, es ejecutada
bajo grandes cargas de tensión nerviosa. Al final de la sesión el niño podrá
terminar todo lo estresado que se quiera, pero no cansado: he ahí la
deferencia. En este sentido tenía mucha razón Aristóteles, el filósofo griego,
cuando decía que la
mejor manera de enseñar a los niños a jugar era no enseñándoles ningún juego
para que ellos por sí mismos se los inventaran.
De igual manera, el niño debe también escuchar historias, fábulas,
cuentos y no únicamente las noticias de la televisión. Un niño que no escuchó nunca cuentos prosigue
Romano Guardini, por paradójico que esto pueda parecer, más adelante se
encontrará incapacitado para dar a la ciencia su pleno valor, «pues
la ciencia moderna no hubiera sido posible sin la forma de experiencia mítica
que aportó la edad arcaica». La historia individual sigue una evolución más o
menos parecida a la de la historia universal: hay que pasar necesariamente por
un periodo mítico, y si éste, por alguna razón, llegara a suprimirse –es decir,
a no vivirse-, dicha historia sufrirá pronto las consecuencias.
¡Qué razón tenía Guardini! Sí, hoy estamos pagando las consecuencias de
la falta de juego, de la escasez de imaginación creadora. La tristeza, por ejemplo, que
hasta hace una o dos generaciones sólo atacaba a las personas mayores, hoy no
respeta ni siquiera a los menores, según nos advierten psicólogos de probada
seriedad. Hay en este pobre mundo millones de niños atormentados,
abstraídos, permanentemente melancólicos; niños que lo tienen todo y, que, sin
embargo, no sonríen jamás. Parece que les hubieran robado la infancia, la
capacidad de movimiento, el interés. ¿Cuándo se había hablado, por ejemplo, de
depresión infantil? Pero sí: existe esa depresión. Hijos únicos, sin nadie con quien jugar, hablando
siempre solos porque papá y mamá nunca están en casa, ¿cómo no van a
enfermarse, ¿cómo no van a estar siempre tristes?
Pero hay todavía más:
según un cálculo reciente, antes de alcanzar la edad de doce años, todo niño habrá visto gracias a
la televisión 40,000 homicidios y no menos de 100,000 actos graves de violencia
entre asaltos, torturas y mutilaciones (Michel Tardy), y habrá matado
en sus videojuegos a unos 40,000 adversarios «sin pesares excesivos» (Ignacio
Ramonet). Aunque sólo sea virtualmente, ha cometido ya infinidad de crímenes, y
su carácter, por supuesto, lo resiente: ¿por qué la vida ha de ser siempre tan
dura, tan agresiva: una lucha permanente?
En la actualidad los niños ya no juegan: compiten; ya no sueñan: son hiperactivos. ¿Cómo
devolverles eso que sin querer los mayores les hemos arrebatado y que era
además su único tesoro? ¿Volviéndoles a dar hermanos, contándoles historias,
animándolos a apagar sus videojuegos para que, en el jardín, ahora sí se pongan
a jugar de veras? A nuestros niños les falta compañía, les faltan cuentos, les
faltan juegos: quizá sea por esto que los vemos tan tristes, tan peligrosamente
melancólicos…
Por: Juan Jesús Priego
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