¿Cuál es nuestra idea de la felicidad? ¿Existe
realmente?
¿Qué es la felicidad? ¿Dónde está? ¿Cómo se consigue? La humanidad ha estado detrás
de estas preguntas desde el despertar de la vida del hombre, como especie y
como individuo. De ahí que la mayoría de nuestras decisiones -si no todas-
vienen dictadas por un anhelo profundo de felicidad, ya sea inmediata:
diversión; o de largo plazo: realización personal. Al respecto, el Papa
Francisco usa un ejemplo bastante simple: “Si
yo debo hacer las tareas del colegio y no las hago y me escapo…es una elección
equivocada. Y esa elección será divertida, pero no te dará alegría”.
Existen 4 tipos de
felicidad. El primero es el Placer. Éste nos da una sensación de felicidad inmediata
y efímera. Es una experiencia fundamentalmente sensorial que puede ser
satisfecha con cosas materiales y que se encuentran netamente en el exterior.
El segundo tipo es la felicidad Ego-comparativa, es
decir, la ilusión de felicidad que te da el saberse o creerte mejor que los
demás o por lo menos que la gente te perciba como mejor: el ya conocido efecto
Facebook.
Ciertamente, estos 2 primeros tipos de
felicidad son los que las empresas, la publicidad, redes sociales y en general,
la sociedad nos vende. Y en realidad, tenemos que estar conscientes que son
modelos defectuosos -en extremo- de felicidad, puesto que son en esencia
transitorios y vacíos. Ya son varios los ejemplos de gente exitosa, con fama y
dinero que encontraron el placer y la complacencia de creerse superiores y que
terminaron deprimidos, sumidos en la droga, quitándose la vida. Para la
Iglesia, sin embargo, esto no resulta extraño pues ya nos ha sido revelado que: “Nuestro deseo natural de
felicidad es de origen divino. Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin
de atraerlo hacia Él, el Único que lo puede satisfacer”. (CIC 1718).
Teniendo esto en cuenta,
llegamos al tercer y cuarto tipo de felicidad: Contributiva y Trascendental, respectivamente. La
felicidad contributiva es aquella que sentimos al hacer algo por alguien y
marcar la diferencia en su vida. Desde grandes acciones, como aquellas que
hacen los misioneros en lugares alejados o el hacer voluntariado en tu
comunidad, hasta “pequeños” actos de misericordia: visitar al enfermo, dar buen
consejo al que lo necesita, entre otros, generan en nosotros un sentido mucho
más profundo y concreto de felicidad puesto que va más allá de nosotros mismos.
El último y probablemente más sublime tipo de felicidad es la trascendental.
Ésta tiene que ver con anhelos más elevados y que venimos buscando, conscientemente
o no, desde que somos niños: Verdad, Justicia, Belleza, Amor y sensación de
Hogar. En efecto, éstos últimos son mucho más difíciles de encontrar, pero su sola búsqueda es ya
motivo de alegría.
“Claramente,
vivir el Evangelio -con todos los desafíos que eso representa, pero ayudados
por la gracia- es un camino a la felicidad plena pues nos enseña que la
verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria
humana o el poder, ni en ninguna obra humana […] ni en ninguna criatura, sino
sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor”. (CIC 1723). El
beato John Henry Newman, nacido en Inglaterra en el siglo XIX, escribe al
respecto con palabras que tienen la frescura de hoy:
El dinero es el ídolo de
nuestro tiempo. A él rinde homenaje instintivo la multitud, la masa de los
hombres. Estos miden la dicha según la fortuna y, según la fortuna, la
honorabilidad […] Todo esto se debe a la convicción […] de que con la riqueza
se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los ídolos de nuestros días, y
la notoriedad es otro […] La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer
ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser
considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera
veneración.
Al leer estas líneas, es imposible no
pensar en tantos participantes de reality shows y otras “celebridades” que hoy día
en nuestros países están dispuestos a cualquier cosa y ser protagonistas de
cualquier escándalo con tal de tener un poco de prensa, de fama, de atención
que viene suscitada por esta sed instintiva de felicidad. Más aún, si pensamos
en ejemplos más cercanos, seremos capaces de identificar a amigos e incluso a
nosotros mismos compartiendo cosas privadas y/o fuera de lugar en nuestras
redes sociales solamente para tener un “like” más o un “retweet” que al fin y
al cabo se traduce en la búsqueda de sentirnos aceptados y reconocidos. ¿Es que acaso estas actitudes
no reflejan un anhelo insondable del amor de Dios y de la felicidad que su
saciedad significa?
San Agustín supo
reconocer esta ansia de felicidad cuando se preguntaba: “¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Es porque al buscarte,
Dios mío, busco la vida feliz. Haz que te busque para que viva mi alma, porque
mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de Ti” (Confesiones,
10, 20, 29).
En
el evangelio, camino hacia la felicidad plena, las bienaventuranzas ocupan el
centro de la predicación de Jesús. Esto no es una mera coincidencia pues
mediante el sermón de la montaña, Jesús quiere iluminar nuestra búsqueda de la
felicidad con la paradoja de las bienaventuranzas. En ellas se invierten los
criterios del mundo pues se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es,
desde la escala de valores de Dios. Precisamente, los que según los criterios
del mundo son considerados pobres y perdidos son los realmente felices: Jesús
llama dichosos a los que tienen espíritu de pobre, no porque seamos juzgados
por nuestro estatus socioeconómico pues sabemos que hay pobres con espíritu de
avaricia. Sino que Jesús los llama felices porque habrán encontrado que su
felicidad no está en lo material, en la satisfacción de sus placeres ni en
creerse mejor que lo demás. Aquellos con espíritu de pobre son dichosos puesto
que habrán encontrado su felicidad en la solidaridad, la ayuda a los demás y en
el caminar al lado de su Salvador. Y aunque muchas de las promesas de las
bienaventuranzas parecen comenzar en el más allá, «cuando el hombre empieza a mirar y a vivir a través de
Dios, entonces ¡ya ahora! algo de lo que está por venir está presente»”.
Benedicto XVI
Para
terminar podemos afirmar que el primer paso para encontrar
la felicidad es saber qué tipo de plenitud estoy buscando. Escuchemos a
Santo Tomás de Aquino que ya nos da la respuesta: “Sólo Dios sacia”.
Por: Solange Paredes
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