Una misión con las Misioneras de la Caridad,
portadoras del amor de Cristo.
Todo anhelo que surge
en tu corazón tiene un propósito, tiene un fin. Como alguna vez escuché, “Dios
no da puntada sin hilo” y en esta ocasión el hilo del que se sirvió para que
conociera más su Amor fue Kolkata.
Como nada es por casualidad, Calcuta era un lugar que tenía en mente
desde hacía tiempo. Lo conocía por varios amigos que estuvieron de voluntariado
y me hablaban maravillas de su experiencia. Aquellas lecturas y conversaciones
sobre Madre Teresa fueron calando poco a poco en mi interior y despertando una
llamada a servir allí donde se encontraba el más pobre de entre los pobres. Así
que apenas pasó un año cuando Dios, en su tiempo y en su momento, lo dispuso
todo para poder ir. Dejándolo en sus manos, aposté por lo que sería seguramente
una misión inolvidable.
Si no fuese por el don de la fe, es difícil creer que, en lugares como
este, exista Dios. La miseria, la pobreza, la oscuridad abarcan hasta el último
rincón que puedan existir en las calles de Calcuta. Padres y niños hacen de las
avenidas y callejones su hogar, fuentes públicas usadas como duchas, cartones,
plásticos a modo de tejados, un par de cacerolas y ya tienen casi todo lo que
necesitan para existir un día más.
Una ciudad en la que la vida parece que no tiene ningún valor, la
dignidad humana se degrada y tan solo quedan sueños de lo que podría ser una
vida plena. Cuervos y escombros llenan sus calles, animales y hombres que
conviven juntos en medio de un innegable vertedero en el que lo normal es
encontrar grupos de personas durmiendo por sus rincones. Todo es estrés y caos;
coches, camiones, autobuses, carros tirados por hombres que circulan sin parar…
paseo imaginando como los ángeles guardan a cada instante esas almas sin rumbo.
No hay ley, no hay orden, no hay respeto, “no se siente presencia de ninguno de
sus 33 millones de dioses”.
En medio de todo esto, una luz brilla en Calcuta, son
las “Misioneras de la Caridad”, mujeres con vestiduras blancas que irradian una
luz celestial a su paso por las calles, auténticas portadoras del
amor de Cristo que recorren sus rincones recogiendo cada alma que encuentran
abandonada y necesitada de amor. Sin hacer distinciones, las acogen y cuidan,
alojándolas según las condiciones en que se encuentren en sus distintas casas
repartidas por la ciudad. Les dan ropa, alimento, una cama en la que dormir, y
les devuelven parte de la dignidad que les habían robado.
Mi misión comienza en una de estas casas, Shanti Dan, en donde más de
200 mujeres de edades diversas, con ayuda de las “Misioneras de la Caridad”,
luchan diariamente por encontrar la felicidad y superar sus horrores.
Discapacitadas, enfermas mentales, víctimas de abusos, malos tratos y quemadas
muchas de ellas con ácido, encuentran una caricia de Dios en medio de la
oscuridad que han vivido. Shanti Dan “Regalo de Paz” es un lugar en el que
olvidas todo el bullicio, estrés, suciedad y temores que te transmite la
ciudad. Su silencio y la paz que se respira en ella te hace entrar
verdaderamente en presencia de Dios, allí sí lo podías sentir.
Al llegar a Shanti Dan, te das cuenta de que no es fácil lanzarse a
ayudar a alguien en el que ves con tanta claridad como el dolor y la soledad
atacan sin piedad. El ser humano no está capacitado para llenar esos vacíos
y tristezas que ahogan los corazones de quienes no han conocido el Amor de
Dios. Cuando decidimos hacer una obra de misericordia y sentimos en nuestro
interior la llamada de dar de comer al hambriento, de vestir al desnudo o de
consolar al triste, no es solo un impulso humano que surge por querer asistir
al prójimo, en todos ellos está la acción del Espíritu Santo que nos anima y
nos susurra que nos entreguemos por y para nuestros hermanos. En un lugar de misión
como puede ser Calcuta, cuando ves la necesidad tan enorme de amor que tienen
estas personas y el abandono en el que viven día tras día dentro de una
realidad inalterable, llegas a tomar conciencia de que la única persona capaz
de darle ese amor que necesitan es Cristo. Nadie más puede llevar a su plenitud
un amor que llene los vacíos que sufren sus corazones y al mismo tiempo,
también diría, que pueda llenar los nuestros.
Al estar allí junto a ellas y en la multitud de circunstancias en las
que te va poniendo el Señor, aspiras y deseas ese amor que sabes que existe
pero que ni tan siquiera tú puedes llegar a tener. La necesidad de Dios es tan
grande que te hace estar continuamente en oración pidiendo de sus gracias y de
sus dones para poder ser mero instrumento suyo con cada una de estas almas. Es con la oración y a
través del trabajo ofrecido cuando ves como la acción de Dios va llegando poco
a poco a tu corazón, sintiendo como es Jesús quien trabaja, exhala y se
esfuerza contigo, animando y dándote siempre el consuelo que necesitas para así
transformar cada gesto, mirada y caricia como si fuese suya.
Fui a Calcuta con el anhelo de encontrarme con Cristo en el más pobre,
de experimentar su amor, pero el Señor me sorprendió con un regalo aún mayor.
Me dio la oportunidad de conocer cómo es trabajar y amar con Jesús, actuando El
mismo en mí y a través de mí. Comprendí en ese momento el gran abismo que
existe cuando dejamos de vivir con Cristo a nuestro lado y la percepción que
llegamos a tener del mundo y de las circunstancias que nos rodean. El Señor lo
transforma todo.
Tener presencia de El a cada instante, de su poder y de su amor hace que
sea más fácil vaciarnos de nosotros mismos y de nuestro modo de hacer, dejando
de lado todos los miedos e inseguridades que nos impiden darnos por completo,
para que sea finalmente Cristo en nosotros quien lleve ese amor a los demás,
convirtiéndonos así, en verdaderos templos de Dios.
“Para que el amor sea verdadero, nos debe costar, nos debe doler, nos
debe vaciar de nosotros mismos.” Madre Teresa de Calcuta.
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