Lo importante es no usar nuestros bienes para
servirnos a nosotros mismos y a nuestros caprichos sino para ayudar a los
demás.
Esta pregunta parece superflua o tonta,
pero no lo es tanto. Al menos, a juzgar por las palabras de nuestro Señor:
"¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de los
cielos!". Los mismos discípulos se quedaron extrañados al oírle expresarse
así. Y Jesús, con su conducta habitual, en vez de apaciguar el tono de sus
sentencias, lo hace todavía más rotundo: "Sí, hijos, más fácil le es a un
camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de
Dios". Los discípulos se espantaron aún más -nos refiere san Marcos- y
comentaban: “Entonces, ¿quién puede salvarse?".
Hace no mucho tiempo algunos teólogos
católicos, así llamados de la "teología de la liberación", trataron
de manipular el mensaje de Cristo -sobre todo en los países de América Latina-
diciendo que la Iglesia debía ocuparse sólo de los pobres y marginados; e,
inspirándose en la filosofía marxista, preconizaban la lucha de clases dentro
de la misma Iglesia. ¡Qué aberración! Y, tristemente, todavía hay muchos
sectores eclesiásticos que siguen pensando y opinando lo mismo...
Sin embargo, hay que hablar con la
verdad del Evangelio: nuestro Señor nunca condenó la riqueza ni los bienes
terrenos por sí mismos. Es más, entre sus amigos y discípulos se encontraban
José de Arimatea y Nicodemo, que eran hombres ricos; Jesús se hospedó en la
casa de Zaqueo y de Simón el fariseo, que también tenían grandes riquezas;
entre sus apóstoles se contaba uno que había sido publicano, o sea, recaudador
de impuestos. Y además, aceptaba en su compañía a “algunas mujeres que le
asistían y le ayudaban con sus bienes” –nos refiere san Lucas—. Lo que nuestro
Señor condena es, pues, el apego desordenado a las riquezas y a los bienes
terrenos, el "hacer depender de ellos la propia vida" y el "acumular
tesoros sólo para sí mismos" (cfr. Lc 12, 13-21).
Y es que el apego desmedido al dinero
lleva al hombre a la avaricia y a la más completa ceguera hasta el punto de
olvidar lo más importante en la vida: "¡Necio! –llamó nuestro Señor en una
de sus parábolas a un avaro-; esta misma noche te van a reclamar el alma. Todo
lo que has acumulado, ¿para quién será?" (Lc 12, 20). La avaricia hace
mucho más difícil la entrada al Reino de Dios no por las riquezas en sí mismas,
sino porque se convierten en una idolatría. Por eso dijo Jesús que "no se
puede servir a dos señores, porque se ama a uno y desprecia al otro; no se
puede amar a Dios y al dinero" (Mt 6, 24). Y esto fue lo que le ocurrió al
joven rico del evangelio de hoy. Y eso fue también lo que le pasó a Judas Iscariote,
que entregó a Cristo por treinta miserables monedas de plata.
Pero está claro que tanto los ricos como los pobres son hijos de Dios, y
tanto unos como otros pueden ser no sólo buenos cristianos, sino también
santos. Ha habido muchos reyes y reinas, príncipes y nobles que han sido
ejemplos preclaros de virtud y de santidad, y sus riquezas no les han impedido
su camino hacia Dios. Allí están san Enrique, san Luis de Francia, santa Isabel
de Hungría, santa Brígida de Suecia, san Francisco de Borja, santa Margarita de
Escocia, san Wenceslao, san Casimiro y miles más.
Las riquezas son algo accidental, y
deben ser un medio más para vivir y para servir mejor a Dios y al prójimo.
Cuando el dinero no se usa para eso, es entonces cuando comienzan los problemas...
y ahora sí nuestro Señor condena. De aquí nace la prepotencia, la soberbia, la
avaricia desenfrenada, el maquiavelismo, la injusticia diabólica y la
corrupción de muchos ricos y poderosos de la tierra que sólo se sirven a sí
mismos y a sus propios intereses… Es entonces cuando la riqueza se convierte en
un gravísimo peligro y un obstáculo para la propia salvación. Y así se cumple
la palabra del Señor: "es más fácil a un camello entrar por el ojo de una
aguja que a un rico entrar en el Reino de los cielos".
Lo importante es, pues, cómo usamos de
los bienes: si le damos gracias a Dios porque nos da elementos para vivir y
descansar, y con ellos ayudamos a nuestros semejantes, o si sólo nos servimos a
nosotros mismos y a nuestros caprichos. Pero ¡atención!, no hay que ayudar a
los demás sólo con las migajas que nos sobran y que caen de nuestra mesa, sino
con verdadera generosidad. Sólo
así vamos por el recto camino.
Por: P. Sergio A. Córdova
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