Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un
mismo origen.
Pregunta
Pero si el Dios que
está en los cielos, que ha salvado el mundo, es Uno solo y es el que se ha
revelado en Jesucristo, ¿por qué ha permitido tantas religiones?
¿Por qué hacernos tan ardua la búsqueda de la verdad en medio de una selva
de cultos, creencias, revelaciones, diferentes maneras de fe, que siempre, y
aún hoy, crecen en todos los pueblos?
Respuesta
Usted habla de «tantas
religiones». Yo, en cambio, intentaré mostrar qué es lo que constituye para
estas religiones el elemento común fundamental y la raíz común.
El Concilio definió las relaciones de la Iglesia con las
religiones no cristianas en la Declaración conciliar que comienza con las
palabras Nostra aetate («En nuestro tiempo»). Es un documento conciso y, sin
embargo, muy rico. Se halla contenida en él la auténtica transmisión de la
tradición; cuanto se dice en él corresponde a lo que pensaban los Padres de la
Iglesia desde los tiempos más antiguos.
La Revelación cristiana, desde su inicio,
ha mirado la historia espiritual del hombre de una manera en la que entran en
cierto modo todas las religiones, mostrando así la unidad del género humano
ante el eterno y último destino del hombre. La declaración conciliar habla de esa unidad al referirse a
la propensión, típica de nuestro tiempo, de acercar y unir la humanidad,
gracias a los medios de que dispone la civilización actual. La Iglesia
considera el empeño en pro de esta unidad una de sus tareas: «Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que
Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra; y tienen
también un solo fin último, Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de
salvación se extienden a todos. [...] Los hombres esperan de las diversas
religiones la respuesta a los recónditos enigmas de la condición humana, que
ayer como hoy turban profundamente el corazón del hombre: la naturaleza del
hombre, el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y
el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte,
el juicio y la retribución después de la muerte y, finalmente, el último e
inefable misterio que envuelve nuestra
existencia, de donde
procedemos y hacia el que nos dirigimos.
Desde la antigüedad hasta
nuestros días, se halla en los diversos pueblos una cierta sensibilidad de
aquella misteriosa fuerza que está presente en el curso de las cosas y en los
acontecimientos de la vida humana, y a veces también se reconoce la Suprema
Divinidad y también al Padre. Sensibilidad y conocimiento que
impregnan la vida de un íntimo sentido religioso. Junto a eso, las religiones,
relacionadas con el progreso de la cultura, se esfuerzan en responder a las
mismas cuestiones con nociones más precisas y con un lenguaje más elaborado» (Nostra
Aetate, 1-2).
Y aquí la declaración conciliar nos conduce hacia el Extremo Oriente. En primer
lugar al este asiático, un continente en el cual la actividad misionera de la
Iglesia, iniciada desde los tiempos apostólicos, ha conseguido unos frutos, hay
que reconocerlo, modestísimos. Es sabido que solamente un reducido tanto por
ciento de la población, en el que es el continente más grande del mundo,
confiesa a Cristo.
Esto no significa que la tarea misionera de la Iglesia haya sido
desatendida. Todo lo contrario, el esfuerzo ha sido y es cada vez más intenso.
Pero la tradición de culturas muy antiguas, anteriores al cristianismo, sigue
siendo en Oriente muy fuerte. Si bien la fe en Cristo tiene acceso a los
corazones y a las mentes, la imagen de la vida en las sociedades occidentales
(en las sociedades que se llaman «cristianas»), que es más bien un anti
testimonio, supone un notable obstáculo para la aceptación del Evangelio. Más
de una vez se refirió a eso el Mahatma Gandhi, indio e hindú, a su manera
profundamente evangélico y, sin embargo, desilusionado por cómo el cristianismo
se manifestaba en la vida política y social de las naciones. ¿Podía un hombre
que combatía por la liberación de su gran nación de la dependencia colonial,
aceptar el cristianismo en la forma que le era presentado precisamente por las
potencias coloniales?
El Concilio Vaticano II ha sido consciente de tales dificultades. Por
eso, la declaración sobre las relaciones de la Iglesia con el hinduismo y con
las otras religiones del Extremo Oriente es tan importante. Leemos: «En el
hinduismo los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la
inagotable fecundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la
filosofía; buscan la liberación de las angustias de nuestra condición, sea
mediante formas de vida ascética, sea a través de la profunda meditación, sea
en el refugio en Dios con amor y confianza. En el budismo, según sus varias
escuelas, se reconoce la radical insuficiencia de este mundo mudable y se
enseña un camino por el que los hombres, con corazón devoto y confiado, se
hagan capaces de adquirir el estado de liberación perfecta o de llegar al
estado de suprema iluminación por medio de su propio esfuerzo, o con la ayuda
venida de lo alto» (Nostra Aetate, 2).
Más adelante el Concilio recuerda que «la Iglesia católica no rechaza
nada de cuánto hay de verdadero y santo en estas religiones. Considera con
sincero respeto esos modos de obrar y de vivir, esos preceptos y esas doctrinas
que si bien en muchos puntos difieren de lo que ella cree y propone, no pocas
veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres.
Pero Ella anuncia y tiene la obligación de anunciar a Cristo, que es .camino,
verdad y vida» (Juan 14,6), en quien los hombres deben encontrar la plenitud de
la vida religiosa y en quien Dios ha reconciliado Consigo mismo todas las
cosas» (Nostra Aetate, 2).
Las palabras del Concilio nos llevan a la convicción, desde
hace tanto tiempo enraizada en la tradición, de la existencia de los llamados Semina
Verbi («semillas del Verbo»), presentes en todas las religiones. Consciente de
eso, la Iglesia procura reconocerlos en estas grandes tradiciones del Extremo
Oriente, para trazar, sobre el fondo de las necesidades del mundo
contemporáneo, una especie de camino común. Podemos afirmar que, aquí, la
posición del Concilio está inspirada por una solicitud verdaderamente
universal. La Iglesia se deja guiar por la fe de que Dios Creador quiere salvar
a todos en Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres, porque los ha
redimido a todos. El Misterio pascual está igualmente abierto a todos los
hombres y, en él, para todos está abierto también el camino hacia la salvación
eterna.
En otro pasaje el Concilio dirá que el Espíritu Santo obra eficazmente también fuera del organismo visible de
la Iglesia (cfr. Lumen
gentium,13). Y obra precisamente sobre la base de estos Semina Verbi, que
constituyen una especie de raíz soteriológica común a todas las religiones.
He tenido ocasión de convencerme de eso en numerosas
ocasiones, tanto visitando los países del Extremo Oriente como en los
encuentros con los representantes de esas religiones, especialmente durante el
histórico encuentro de Asís, en el cual nos reunimos para rezar por la paz.
Así pues, en vez de sorprenderse de que la Providencia
permita tal variedad de religiones, deberíamos más bien maravillarnos de los
numerosos elementos comunes que se encuentran en ellas. Llegados a este punto sería oportuno recordar todas las religiones
primitivas, las religiones de tipo animista, que ponen en primer plano el culto
a los antepasados. Parece que quienes las practican se encuentren especialmente
cerca del cristianismo. Con ellos, también la actividad misionera de la Iglesia
halla más fácilmente un lenguaje común.
¿Hay, quizá, en esta veneración a los
antepasados una cierta preparación para la fe cristiana en la comunión de los
santos, por la que todos los creyentes -vivos o muertos- forman una única
comunidad, un único cuerpo? La fe en la comunión de
los santos es, en definitiva, fe en Cristo, que es la única fuente de vida y de
santidad para todos. No hay nada de extraño, pues, en que los animistas
africanos y asiáticos se conviertan con relativa facilidad en confesores de
Cristo, oponiendo menos resistencia que los representantes de las grandes
religiones del Extremo Oriente.
Estas últimas -también según la presentación que hace de
ellas el Concilio- poseen carácter de sistema. Son sistemas culturales y, al
mismo tiempo, sistemas éticos, con un notable énfasis en lo que es el bien y en
lo que es el mal. A ellas pertenecen ciertamente tanto el confucionismo chino
como el taoísmo; Tao quiere decir verdad eterna -algo semejante al Verbo
cristiano-, que se refleja en los actos del hombre mediante la verdad y el bien
morales. Las religiones del Extremo Oriente han supuesto una gran contribución
en la historia de la moralidad y de la cultura, han formado la conciencia de
identidad nacional en los habitantes de China, India, Japón, Tíbet, y también
en los pueblos del sudeste de Asia o de los archipiélagos del océano Pacífico.
Algunos de estos pueblos tienen culturas que se remontan a épocas muy
lejanas. Los indígenas australianos se enorgullecen de tener una historia de
varias decenas de miles de años, y su tradición étnica y religiosa es más
antigua que la de Abraham y Moisés.
Cristo vino al mundo
para todos estos pueblos, los ha redimido a todos y tiene ciertamente Sus
caminos para llegar a cada uno de ellos, en la actual etapa escatológica de la
historia de la salvación. De hecho, en aquellas regiones muchos Lo
aceptan y muchos más tienen en Él una fe
implícita (cfr. Hebreos 11,6).
Por: SS Juan Pablo II
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