A menudo
resuenan en mi corazón estas palabras: “Porque
yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos” (Oseas
6, 6).
Pienso en el
año de la Misericordia y lo poco que hemos hecho. Hoy ocurrió algo que lo
cambió todo y me puso en movimiento. Llegó mi hijo al medio día a la casa
para almorzar y me comentó: “Hay un
accidente en la esquina. Una joven está tirada en la calle, golpeada. Acabo de
llamar a la ambulancia”.
Mi hija Ana Belén me recomendó: “Papá, ¿por qué no vas a ver si puedes ayudar
en algo?”
Cuando llegué
el cuadro era impresionante. Le brindaba primeros auxilios un médico que
de casualidad pasaba por allí con su esposa. Se detuvieron para ayudar.
Me acerqué y de pronto recordé esto: “Misericordia
quiero…”
La persona
que estaba más cerca la cubría del sol inclemente con un paraguas.
“No soy médico”, le dije, “pero puedo rezar. Soy
católico. Pregúntele si no tiene inconveniente que rece por ella”.
La joven
asintió.
La mire a los
ojos y recé en voz alta por su
salud, para que volviera pronto a casa.
En ese
preciso instante llegó una ambulancia a socorrerla. Me retiré animándola:
“Todo va a salir bien. No te preocupes. Ánimo. Te vas
a curar. Dios te ayudará”.
Nunca había
hecho algo parecido. Fue como una necesidad vital, algo espontáneo que
brotó del fondo de mi alma:
“Reza por ella”.
Y recé.
Conozco el poder de la oración de intercesión, lo he
vivido en carne propia. Cuando otros rezan por nosotros ocurren los
milagros. Me ocurrió a mí años atrás.
Aprendí y descubrí el valor de la oración nacida del
corazón.
Pero rezar
por un herido tirado en medio de la calle, con la esperanza que Dios lo va a
auxiliar, es otra cosa, una
experiencia única.
Fue
maravilloso poder ayudar en lo poco.
Experimenté la cercanía de Dios, su consuelo, mientras
le pedía que esa joven sanara.
No la conozco, no sé su nombre, aceptó la oración de
un desconocido. Y eso tiene un gran valor a los ojos de Dios.
Fue admirable cómo se crearon tantos lazos de
solidaridad.
El joven que
se quitó el suéter para que ella no tuviera que apoyar la cabeza sobre el
pavimento, la que sostenía el paraguas arrodillada, para protegerla del sol del
mediodía; el médico con su esposa que se detuvieron sin pensarlo dos veces, los
que estaban cerca y voluntariamente llamaron a la ambulancia.
Hay gente buena en este mundo.
Restauran
nuestra esperanza.
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