Dios le
dio al ser humano la esencial vocación a ser un ser de relación. Así, cuando
Dios dijo, que no es bueno que el hombre esté solo (Gén 2,18) afirmó que el ser
humano, aislado en su individualidad, no puede realizarse completamente. Él se
realiza sólo en la medida que existe ‘para alguien’. Y para esto
Dios le dio al ser humano el don de la sexualidad. ¿Con qué fin? La
sexualidad es un regalo de Dios gracias al cual una pareja de casados
experimenta no sólo la finalidad unitiva o el bien de los esposos
(con la alegría,
el placer y la grandeza de la íntima comunión que implica); sino
que también implica la finalidad procreadora el
número 2363). (catecismo
de la Iglesia) La finalidad procreadora del matrimonio pide
que la sexualidad esté siempre abierta a la vida, pero de manera responsable
(esto implica los métodos de planificación natural). Pero esto tiene
sentido dentro de un contexto de fidelidad, de orden,
de continencia, de disciplina. Por tanto, la finalidad procreadora de la
sexualidad excluye, sin bajar a detalles pormenorizados, cualquier otro uso
ilícito o inmoral de la misma; es decir, el uso lícito de
la sexualidad excluye otras prácticas sexuales que en nada tienen que ver
con la transmisión de la vida. La sexualidad hace parte
intrínseca de la vocación al matrimonio, que hay que desempeñar con un amor que
tiene que trascender. La vocación matrimonial, ejerciendo una sexualidad sana,
correcta y normal, es una vía recta hacia la santidad de los esposos.
Y aquí
recordemos el respeto por el cuerpo, pues éste debe ser templo del
Espíritu Santo, como dice san Pablo. Cada pareja se pregunte: ¿Con
sus actos sexuales se va en esa dirección? O, por el
contrario, ¿sus actos sexuales rayan en la vulgaridad, en la indecencia o la
deshonestidad como consecuencia de una falsa concepción del amor o de la
libertad? La respuesta la tendrá cada pareja escuchando la voz de
la conciencia; claro, si la conciencia está bien formada. Si
la pareja de esposos se relaciona sexualmente de forma indebida y deshonesta se
debería confesar sin dar muchos detalles. Es cierto que las acciones
humanas tienen que tener como base la libertad, pero el ser humano de hoy ha
hecho de la libertad, que sólo es un instrumento, un fin de sí misma; y, de
este modo, está experimentando lo que ya se sabe: que la libertad no libera,
libera la verdad. Hay quienes en nombre de una idea equivocada del amor y de la
libertad o por la deformación del juicio de la conciencia quieren eliminar
cuanta norma ética o moral haya que regule la sexualidad para satisfacerse
sexualmente o para dar rienda suelta a sus instintos.
Para este tipo de
personas serviría mucho una imagen, pues una imagen vale más que mil palabras.
Imaginémonos un barril
de vino sin sus respectivos anillos de hierro; ¿qué pasaría? Pues notaremos
que el barril perdería el vino por todas las rendijas. Podríamos titular
la imagen precedente con la frase: ‘lo
que se pierde por la libertad’. Por tanto, la sexualidad será ejercitada
lícitamente dentro del contexto del matrimonio, pero con
respeto, con dignidad, con madurez humana, con decencia, con normas. La
sexualidad es una cosa muy seria; no es para banalizar, ni para
jugar con ella, ni para tergiversar, ni ocasión para
instrumentalizar a la otra persona, ni será nunca un pasatiempo. La sexualidad
procura un placer, pero este
placer no debe ser conseguido a cualquier precio. Y el
placer que Dios ofrece como aliciente al cumplimiento honesto y correcto del
fundamental deber conyugal, es lícito y bueno, y está santificado por
Jesucristo, que dignificó el matrimonio al elevarlo como sacramento. Es
decir, el
placer es bueno cuando lo experimentamos dentro del fin para el cual Dios quiso
al ser humano sexuado; pero es malo, deshonesto, inmoral cuando, por buscarlo,
nos apartamos de la voluntad de Dios. Mientras no haya pecado, los esposos
no deben considerar los actos de su vida matrimonial como un obstáculo para
recibir la Comunión. Recordemos que el
goce desordenado del placer sexual se llama lujuria y éste es un pecado capital,
y si es capital es un pecado que genera otros más Hoy en día los medios de
comunicación presentan con frecuencia ciertos comportamientos sexuales como
normales en el sentido de no patológicos; pero esto no significa que sean
morales o conformes a los principios de la Iglesia. Reducir
el amor a sensaciones placenteras es degradarlo, pues el amor tiene una vertiente
espiritual que es superior a todas las técnicas de manipulación de los
órganos. La genitalidad es uno de los aspectos de la sexualidad de la pareja,
pero ni es el más importante ni es el más urgente, ni es el de mayor peso, ni
es el más prioritario. El amor es mucho más. Lo demuestran los abuelos
que, sin
ejercer la sexualidad, se siguen amando; es más, es un amor cada vez más
puro, sublimado, más real o auténtico. Lastimosamente hoy hay quienes, incluso
dentro de los hijos de Dios, llaman madura, progresista y civilizada a la
persona que, para ejercer la sexualidad, rompe moldes morales según le apetece.
Yo creo que es
mucho más civilizada y madura la persona que tiene dominio propio, y sabe
comportarse dentro de una rectitud moral. Si se ejerce la sexualidad
se tiene que hacer lejos
de toda mentalidad erotizada; mentalidad que hace suponer que el ejercicio
del sexo es la mayor felicidad del mundo y después resulta que no es así; pues
las sensaciones carnales son efímeras, pobres, superficiales y dan menos que la
felicidad espiritual. Además, dicen
los sexólogos que la actividad sexual no es lo más importante en la vida de
pareja. Hay sexólogos que cifran todo el éxito de la pareja en que el
sexo ‘funcione’ bien; lastimosamente tienen una visión de la pareja
unidimensional. Reducen todo el amor a la mecánica de la genitalidad. menos
graves. El ser humano es mucho más que un animal ávido de
sensaciones. El ser humano puede amar, puede comunicar ideales e
ideas, puede sentir una armonía espiritual.
Fuente: Aleteia
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